No es sencillo escribir la homilía del quinto domingo de esta Cuaresma-cuarentena, asombrosa por la crueldad que estamos obligados a vivir. Ninguno pensamos nunca ver, vivir, sufrir y experimentar lo que nos sucede como pueblo y humanidad en esta pandemia. Unas humildes lágrimas expresarían mejor lo que vivimos.
Como humanidad estamos colgados y crucificados del abismo de la cruz, como los estuvo el mismo Cristo. Y en pleno siglo XXI experimentamos el abajamiento y la humillación. El coronavirus pone en cuestión las conquistas de nuestra civilización técnico-científica. Nos manifiesta ser una casa edificada sobre arena, a la que un gran vendaval amenaza con derrumbe y ruina. Un minúsculo virus nos amenaza con gran poder. Y nos hace preguntamos: ¿Qué ofensiva, radical y sufriente, es esta que padece la humanidad en sus carnes?
Es la eterna batalla contra enfermedad y la muerte, que nos vuelve a confrontar e identificar con la piel rota de Jesús. Son días de encierro, sin liturgia, de aprendizaje y conversión que empujan una sana y renovada vida espiritual. Leemos el preludio de lo que experimentó Jesús con la muerte y resurrección de su amigo Lázaro. Y comprendemos que es lo mismo que se nos está dando a vivir a nosotros, a sorbos amargos. Juan 11: "Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano.' '¿Dónde lo habéis enterrado?' 'Señor, ven a verlo. Jesús se echó a llorar. Los judíos comentaban: '¡Cómo lo quería!"
Lágrimas vertidas mientras enterramos, en un escenario de oscuridad vital y social, a nuestros mayores y al resto de hermanos. Miramos y escuchamos el relato de lázaro mientras cientos de enfermos muy graves se extenúan en las UVIs, una muchedumbre enferma bloquea temerosa los hospitales o se medica en soledad en sus casas. Historia de Lázaro, e historias de muchos Lázaros. Todos, como el viernes en una plaza de San Pedro austera y vacía, junto al Papa Francisco, lloramos y sollozamos con Jesús. Marta y a María, como nosotros, sumergidos en una radical pobreza e impotencia, nos encontramos en el silencio abismal de una humilde y necesitada oración del corazón. Como las dos hermanas, también nosotros volvemos los ojos humedecidos a Jesús, diciéndole: 'Si hubieras estado aquí no estarían enfermos ni habrían muerto nuestros hermanos. Pero aún así, sabemos que todo lo que pidas a Dios, él te lo concederá.' Cómo necesitamos esa fe y aceptación que suplica de Marta y María. Quizá ahí esté el salto de las tinieblas a la luz. Hoy no es sólo Lázaro el que permanece en el sepulcro, sin vida ni movimiento. Nuestra sociedad, acomodaticia y aburguesada, estaba instalada en un sepulcro blanqueado, en la insolidaridad y el frío, incapaz de ver el sufrimiento de las fronteras, los mares, y los países sumergidos en la miseria, destructora de la naturaleza y la vida, y bloqueada por un individualismo aberrante. Ha vivido en un modo de muerte anunciada, carente de fraternidad y de comunión, en una 'vida' sin fe, sin inocencia y alejada de la entrega generosa y del sacrificio por los demás. Nos estábamos matando y manteniendo en el sepulcro. La pandemia nos escenifica al falso dios dinero, llevándonos a la ruina.
Y, como a ellas, en este derrumbe, nos aparece Jesús, como ausente y nos dice con las palabras proféticas de Ezequiel 37: "Y, cuando abra vuestros sepulcros y os saque de vuestros sepulcros, pueblo mío, sabréis que soy el Señor. Os infundiré mi espíritu, y viviréis." Aquí está plasmado el plan de amor de Dios para el mundo. Como a Lázaro, el mismo Cristo, víctima de la prepotencia humana, nos abre nuestros históricos sepulcros a través de la conversión y la cruz de esta pandemia. Llora. Ora en silencio. Apaga el televisor. Olvida el teléfono. Abandona las prisas. Aparca el activismo, disipa la palabrería. Habla a tu Padre con el Salmo 129: "Desde lo hondo a ti grito, Señor; Señor, escucha mi voz; estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica." Él te escucha. Habla con el corazón abierto. Muestra tu vida y tu pecado. Presenta tu anhelo de bien y de justicia. No temas al Padre. Te ama. Te abraza. Te abre su puerta. Renueva tu vida. Comprométete por un mundo justo y solidario.
Romanos 8: "Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, vivificará también vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros." Esta es la verdad que buscas. No busques ni convencer, ni doblegar, ni llevar la gente a templos cerrados. Nada sería más torpe. La iglesia ha de aprovechar este tiempo de horror y gracia para su gran conversión histórica, que la devolverá al último lugar, y a servir a los últimos en este mundo zarandeado, como pide el Maestro. Deja que en ella y en ti habite el Espíritu del que resucitó a Cristo de entre los muertos.
Él vivificará nuestro cuerpo mortal. Nos sacará del sepulcro de la enfermedad y la muerte. Nos ofrecerá de nuevo "el camino, la verdad y la vida", que es Él mismo. Él nos impulsará a encontrar una oportunidad para iniciar una vida nueva, en concordia, comunión, libertad y fraternidad. Él nos dará la fuerza para que desatemos las vendas y nos avivará para volver a caminar con paz por la tierra. Y nos empujará a iniciarnos en una verdadera liberación en la que: los muertos, resucitarán; los enfermos, recuperarán la salud y el ánimo vital; y los pobres, los parados, los económicamente expulsados por la pandemia y el sistema económico que pone losas difíciles de levantar, recuperarán su dignidad. "Jesús, sollozando de nuevo, llega al sepulcro. Dice: 'Quitad la losa.' Y levantando los ojos a lo alto: 'Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre' Y gritó con voz potente: 'Lázaro, ven afuera.' Y les dijo: 'Desatadlo y dejadlo andar." Desátanos, Señor.
Antonio García Rubio.