Hechos 10: "Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él. Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en Judea y en Jerusalén." Nos referimos como cristianos a la fe en Jesucristo Resucitado, que nos ha cambiado la vida. Porque una vez que te conocimos, Señor, una vez que te amamos, comenzó en nosotros una aventura asombrosa. Gracias a alguien que nos habló de ti, te encontramos, y, al vivir contigo, percibimos como ardía en nuestro interior la tenue luz de tu presencia. Y esa migajita de luz, humilde y sencilla, pero cierta y evidente, que vino a habitar en nuestros corazones desde el día del encuentro y del bautismo, comenzó a encendernos por dentro con el calor de tu amor.
Poco a poco, todo fue renaciendo. Y, sucedió como en la madre que fecunda con su calor al hijo engendrado en su seno; y como en la gallina que envolviendo sus huevos bajo el calor de su cuerpo y de sus alas hace nacer a sus polluelos. De un modo similar, también nosotros, que portamos la semilla de un hombre nuevo en nuestras entrañas, desde el día del encuentro y del bautismo, experimentamos que, al calor de esa pequeña luz que nos habita, esa pequeña llamita de amor vivo del Espíritu Santo en el que fuimos bautizados, crece y se desarrolla un hombre nuevo. Una fe activa y orante nos lleva a descubrir este apasionante proceso de vida íntima que se fragua dentro de nosotros. El Espíritu que viene en nuestra ayuda nos da inteligencia para desvelar y comprender este proceso de vida nueva. Tú eres la luz que la humanidad busca a lo largo de los siglos. Y nos ayudas a comprender que, al calor de esa luz, se va forjando un hombre espiritual, un hombre nuevo, que trasciende y eleva al hombre histórico y del mundo en el que hemos nacido de nuestras madres. Tu luz hace posible el nuevo nacimiento del que Cristo le habló en el secreto de la noche a Nicodemo.
Salmo 117: "La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular.
Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente." La humanidad hubo de vivir el inmenso drama de la muerte en la Cruz de la piedra desechada, de Cristo, para poder asistir atónita al nacimiento, al tercer día, mediante un misterioso apretón del amor de Dios, del Hijo Resucitado, de la piedra angular. Y así, Jesús, libre de las ataduras de la muerte, fue transformado en un nuevo ser, en la plenitud del hombre, de la nueva humanidad, para así vivir eternamente, y anunciarnos que eso mismo nos sucedería a nosotros, y que igualmente, en nosotros, iría precedido por el proceso doloroso de la cruz. La estamos viviendo ahora de modo infernal. Colosenses 3: "Aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios."
Desperté en el centro de la noche. La primera luna llena de primavera, rosada, reluciente, engrandecida, que preludiaba la Pascua cristiana, iluminaba de lleno mi habitación y había venido a visitarme. El hombre nuevo, el que va fraguándose lenta y ‘crucificadamente’ en mis entrañas, se despertó y se retorció de pura y transparente sorpresa y alegría. "Ha resucitado", me dijo. Mis ojos, tanto los del cuerpo físico, como los del cuerpo espiritual, se abrieron de par en par, mientras contemplaban atolondrados la luna. Por unos breves instantes, como si fuera un mero compas de un sueño maravilloso, en medio de los dolores infinitos de la pandemia, experimenté que el hombre nuevo y resucitado que me habita y me crece por dentro, está vivo, plenamente vivo. Sólo eso. Sólo pude comprobar que estaba vivo, alegre, confiado, extenso, presente, eterno. Y luego sereno, sencillo y humilde, me volví a dormir, mientras la luna acariciaba mi pelo y mis sueños.
"Anoche, cuando dormía, soñé, bendita ilusión, que una fontana fluía dentro de mi corazón", dice uno de los cantares de Antonio Machado. Y aún tiene otro que apostilla: "Ayer soñé que veía a Dios y que a Dios hablaba; y soñé que Dios me oía... Después soñé que soñaba." Me encantan los dos. Son poesía pura y mística. Apasionante. La 3xperiencia que narran es casi idéntica a lo que me aconteció en el centro de la noche. La única diferencia es ese: ‘soñé que soñaba’. Porque, yo desperté del sueño para dejar de soñar, y así, ver y comprender. Y después volver a dormir y a soñar. Pero ahí, donde está la duda íntegra y coherente de Machado, está también la luminosidad sorprendente del instante vivido en mi despertar entre sueños. Dos experiencias igualmente apasionantes. Dos búsquedas espirituales estremecedoras. Las dos hablan de la vocación y misión de unos y otros, entre las que nos complementamos, en este duro ir y venir del camino de una vida traspasada de muertes, sufrimientos compartidos, luces, sombras y esperanzas. Para unos será el camino del misterio oscurecido de Dios y del misterio oculto del hombre; y para otros será el camino del mismo misterio, que se torna de vez en cuando en una fugaz e insignificante, pero verídica, luz en medio de la noche. Del mismo modo lo fue la resurrección de Jesús: un apretón increíble de humilde luz. Como lo es el apretón de un parto. ¿Qué misterio de luz acarrea cada niño que nace? ¿Qué será, preguntamos, de ese niño?
Juan, 20: "Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos." Son los ojos del hombre nuevo, del que se está fraguando en nosotros, los que están despiertos y capacitados para ver al Resucitado. Es fundamental comprenderlo y facilitar su desarrollo. Entre los discípulos de Jesús, el evangelio de Juan nos habla del ‘Discípulo Amado’. Ese discípulo, que ha crecido en el amor de Cristo, se ha recostado en su pecho, y ha aprendido sus enseñanzas, es el que tiene ojos para ver. Por eso, inmediatamente que entra en el sepulcro junto a Pedro, él vio y creyó. Después, también será él, quien lo vea en la orilla del lago con las brasas de su amor y con su alimento preparados. Y al verlo, dijo, como un rayo: "Es el Señor". En él, como discípulo que nos identifica a todos, podemos aprender a cultivar el hombre nuevo. En este domingo, semilla de todos los domingos, despierta tus ojos de amor para ver a Jesús, vivo entre los pobres, los enfermos, los descartados, los excluidos, los mansos, los que lloran, los que tienen hambre, los perseguidos, los parados, los humillados, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz, la justicia y el nuevo Reino de mujeres y hombres nuevos.
Los que mueren, resucitarán con Él. Ten una serena, viva y gozosa Pascua de Resurrección. Y susurra humildemente al oído de tu gente nuestra sencilla certeza: ¡Ha Resucitado el Señor!