Si miras con detenimiento tu vida y la de tus familiares y amigos, y la de tus prójimos desamparados, a los que conoces y te rodean, observarás que, no pocas veces, unos y otros, los otros y tú, todos, estamos retorcidos, aplastados, estrujados, oprimidos, desnaturalizados, o somos y nos vemos como unos desgraciados, sin gracia. Marcos 1: "Jesús lo increpó: Cállate y sal de él. El espíritu inmundo lo retorció y, dando un grito muy fuerte, salió. Todos se preguntaron estupefactos: ¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen". Andamos permanentemente acosados. Ese en nuestro estado habitual. Lo vemos en el nivel personal e igualmente, y a veces muy alarmantemente, en el social: La luz de la que se priva a un barrio marginal y excluido; las nevadas imprevistas y las heladas prolongadas con el descontrol social provocado, y las dificultades de movilidad para tantas personas de edad o impedidas; la pandemia que azota sin cesar a los enfermos, los sanitarios, y las familias que no alcanzan a comprender, o que son privadas de estar con sus seres queridos en los momentos más graves de sus vidas; la falta de salidas para los millones de parados; el crecimiento entre los más débiles de pobrezas infinitas; la ausencia de criterios y de sentido para afrontar las dificultades; y las mil y una incomodidades y deterioros que conlleva esta situación para la mayoría. “El espíritu inmundo lo retorció”. Todo lo retuerce. A todos nos retuerce. Todos nos prendamos de algún espíritu que nos subyuga, luego nos exprime y desbarata, y nos va destruyendo de dentro a fuera.
Y qué fácilmente nos sale la prepotencia, la arrogancia, el sentimiento de superioridad, o el de inferioridad, de seres endebles y manipulables, miedosos. Deuteronomio 18: "El profeta que tenga la arrogancia de decir en mi nombre lo que yo no le haya mandado, o hable en nombre de dioses extranjeros, ese profeta morirá". La sentencia del Antiguo Testamento conviene escucharla, especialmente a los que hablamos o actuamos en nombre de Dios. En tiempos recios sobreabundan los arrogantes que en seguida se convierten en líderes temerarios. Escuchar al Padre Dios es un acto de entrega y de humilde escucha. Nadie es más que nadie. Nadie por encima de nadie. El Hijo de Dios se hizo uno de los últimos, un pobre entre los despreciados, una nueva autoridad fundamentada en el poder de la coherencia, del respeto profundo a cada fragilidad diferente, del amor desinteresado y sanador, de la vida vivida bajo la atenta mirada del Padre Dios, de la trasparencia y la sabiduría inteligible sólo para los sencillos. ¿Quién este que da la vida y no amenaza de muerte, sino que trae vida abundante para todos? ¿Quién es éste que te habla y nos habla al corazón?
Salmo 94: "Ojalá escuchéis hoy su voz: No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto; cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras". A muchos, instalados en la increencia, en el dominio de las mentiras, en las beaterías, en la dureza del corazón, en la cerrazón de los prejuicios, en la sinrazón de las ideologías, no les cabe ya ni siquiera la posibilidad de la escucha de la voz, de la Palabra del Hijo Amado, de su Evangelio. Ojalá escuchen, y escuchemos. Ojalá no endurezcamos ni individualicemos más nuestros corazones.
1 Corintios 7: "Os digo todo esto para vuestro bien, no para poneros una trampa, sino para induciros a una cosa noble y al trato con el Señor sin preocupaciones". A veces las palabras nacen fuertes, provocadoras, audaces, incluso cuando suenan a invitación, pero nacen así ya en la fuente que quita la sed y el miedo, que busca refrescar nuestra alma, y esas palabras se convierten en nuestro bien y nuestra mejor herencia. "Os digo esto para vuestro bien". No pretenden ser trampas, sino palabras que toquen el corazón, que hieran el alma para despertarla, que nos induzcan y nos lleven por caminos de luz, de paz, de misericordia. Son palabras que nos ponen delante del umbral de la puerta del Señor, que nos empujan suavemente a entrar en su casa, a sentarnos a su mesa camilla, a iniciar un trato de amistad, de palabra y obra, con Él. "La oración es un trato de amistad con el Señor" (Teresa de Jesús), y ese trato asiduo, constante, permanente, puede ser la fuente de todos los bienes para ti, tu comunidad, tu familia, y tu sociedad. Entra en la escucha de tu Señor. Siéntate con paz. Hay mucho que puedes aprender, para que mucho y humilde puedas ofrecer.
Antonio García Rubio.