Stabat Mater dolorosa - Giovanni Battista Pergolesi (1710 - 1736)
Al llegar la Semana Santa he vuelto a encontrarme con Marta. Nos vemos a menudo. Hablamos de la Cruz. Y de pronto, se lanza a un precipicio entre la denuncia y la derrota: "Qué comentarte, Antonio, sobre los cristianos actuales, sobre mí misma y mi familia, quizás también sobre ti, sobre tantos de nosotros que nos permitimos vivir una vida aburguesada y carente de iluminación; que trabajamos para ganar dinero con el que vivir y mantener una vida asegurada, con el aliciente de viajes, fiestas y comodidades; que de vez en cuando vamos a misa o damos limosna para sentirnos solidarios; que somos buena gente con la familia, con los amigos, con los cercanos; pero que: ‘bla, bla, bla’.
Produce cierto cansancio mirar nuestros facebooks, o washapps, tan vacíos o meramente entretenidos; con Jesús ausente. Ver un cristianismo vergonzante y de amarga crítica. Me duele, amigo. Voy a vivir un Viernes Santo en viajes evasivos. Sin que me deje rozar siquiera por la conciencia de Cristo, ni por la muchedumbre inmensa de crucificados que nos rodean. A veces, me siento incapaz ante el poder seductor de esta sociedad. ¿Crees que soy digna de llevar el nombre de Cristo?".
Marta, es una madre con trabajo, con piso propio, con cierto dinero en el banco, con hijos sanos y listos que estudian en buenos colegios, que se me quejaba un día, antes de su conversión, de que sus hijos no vivían la fe. Y que luego me confesó como la vivía ella, rodeada de caprichos y de una vida cómoda, pero sin perderse la misa del domingo y sin compromisos ni espiritualidad. Y acabó dándose cuenta de que ella era la causa más cercana de la falta de fe de sus hijos, a los que predicaba una religión sin fuste, de formas, carente de alegría y de conciencia iluminada, sin ningún criterio solidario, vacía.
Pero fue Él el que cargó con los pecados. Pero fue Él el que cargó con los dolores. Todos nosotros andábamos errantes. Despreciado. Deshecho de los hombres. Varón de dolores. Ante quien se vuelve el rostro, ante quien nos incomodamos y nos alejamos como si nada, disculpándonos, o reafirmándonos en nuestras dudas y condicionamientos. Encerrados en nuestra carne, en nosotros mismos.
El pasado Domingo de Ramos pude emocionarme con la música, como hacía tiempo que no me sucedía. Consuelo, mi hermana sacristana, entregada a la acogida de todo hijo de Dios en lo máximo que puede hacer una mujer de 83 años, haciendo un gran esfuerzo, me prestó su abono en la Sala Sinfónica del Auditorio Nacional de la Música. El lleno era total. El Collegium Vocale Gent, dirigido magistralmente por Philippe Herreweghe, nos ofreció Matthäus-Passion (BWV 244 (1727), La Pasión según san Mateo, de Johann Sebastian Bach. Me sentí, junto a la mayoría de los espectadores, transido, conmovido, atrapado por un mensaje de salvación que puesto en música nos desborda y nos sorprende increíblemente. ¿Quién me atrapaba: Bach, la Collegium, Herreweghe, los músicos, las sopranos, los tenores, el ambiente? De pronto me vi sollozando, con los ojos humedecidos, perdonado, absorto en la belleza del todo, y sostenido por Cristo, por su Pasión, por su muerte, por el Evangelio de Mateo, por la inteligencia musical de Bach y los detalles de piedad de los textos madrigalistas debidos a Christian Friedrich Henrici. Me vi como un agradecido preso de la fe que me acompaña desde hace décadas.
Las lágrimas eran también una suave expresión, ante la cruz de Cristo, del dolor de mis pecados y de los del mundo, de los de esta opulencia distante y asfixiante, en la que de un modo u otro participamos. Me dolía el dolor de Cristo y el de los violentados, los ateridos y excluidos. Y me vi envuelto en un silencio orante, vertido en la conversión del propio corazón:
¡Oh Cruz fiel, árbol único en nobleza!
Jamás el bosque dio mejor tributo
en hoja, en flor y en fruto.
¡Dulces clavos! ¡Dulce árbol donde la Vida empieza
con un peso tan dulce en su corteza!
Cantemos la nobleza de esta guerra,
el triunfo de la sangre y del madero;
y un Redentor, que en trance de Cordero,
sacrificado en cruz, salvó la tierra.
Dolido mi Señor por el fracaso
de Adán, que mordió muerte en la manzana,
otro árbol señaló, de flor humana,
que reparase el daño paso a paso.
Y así dijo el Señor: "¡Vuelva la Vida,
y que el Amor redima la condena!"
La gracia está en el fondo de la pena,
y la salud naciendo de la herida.
La contemplación del Misterio de la Cruz Cristo, me devuelve la esperanza, me proporciona una confianza inenarrable. El protagonista de la conversión y la salvación ofrecida es Él. Sólo Él. Y sólo comprenderemos su Cruz, si entendemos la entrega de Jesús como manifestación del perdón y del amor del Padre Dios; un amor personal que nos pide un sí incondicional.
Antonio García Rubio. Es párroco del Pilar en Madrid.
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