Romanos 11: "¡Qué abismo de generosidad, de sabiduría y de conocimiento, el de Dios!” Es este un abismo indecible e inefable, que nos conduce al encuentro con la gran pregunta de Mateo 16: "Él les preguntó: 'Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?'" Y, aquí, en verdad, nos vemos implicados todos los discípulos, y sin escapatoria posible. Porque a los demás los podemos esquivar y marginar de nuestra consideración, pero a Jesús no. Podemos callar, pero todo creyente se sabe interpelado por Él.
Y es verdad que nos encontramos ante tan gran abismo, que merece la pena indagar. "¿Quién conoció la mente del Señor? ¿Quién fue su consejero? ¿Quién le ha dado primero, para que él le devuelva? Él es el origen, guía y meta del universo. A él la gloria por los siglos. Amén." Las preguntas y las respuestas vuelan a la misma velocidad por la mente espiritual del apóstol san Pablo. Dios nos sale al paso en la persona de Cristo y no podemos dejar de sentir una atracción increíble por la persona de Jesús, como les sucedió a los discípulos. ‘¿Quién es este muerto que a tantos da la vida?’, decía un poster cristiano de la segunda mitad del siglo XX. Por muchas y graves que sean las cuestiones que tenemos entre manos, no podemos dejar pasar de largo la pregunta de Jesús.
Isaías nos dice algo muy interesante para nuestra investigación: "Colgaré de su hombro la llave del palacio de David: lo que él abra nadie lo cerrará, lo que él cierre nadie lo abrirá. Lo hincaré como un clavo en sitio firme." ¿Dónde está la llave que abre el entendimiento y la puerta santa del amor de Dios, del palacio de Dios? ‘¿Dónde están las llaves matarilerilerile?’, voceábamos en los juegos infantiles de los años 50-60. ‘En el fondo del mar matarilerilerón, chinpón’, concluíamos. Desde el abismo, desde las profundidades abismales de las aguas de la salvación, nos ha nacido Aquél que nos ha devuelto la llave, que nos abre de par en par la puerta de una nueva vida para todo el pueblo. Él ha cerrado la puerta del odio, de la violencia, de la guerra, del terror, de la injusticia malvada que hiere de muerte a los pequeños. “Ha derribado de su trono a los poderosos y enaltecido a los humildes”, canta la joven María, ha abierto de par en par la puerta del amor, de la mesura, de la ternura, de la misericordia, de la verdad escondida, de la reconciliación. Y lo que Él abre, nadie lo cierra; y lo que Él cierra, nadie lo abre. Nos lo ha hincado a todos el Padre como un clavo en sitio firme, en el centro de la Historia de la Salvación. Y es Él el que nos brinda la seguridad necesaria para andar el camino, entre minas peligrosas, pero con absoluta dignidad y entrega.
Mateo 16: "Y les mandó a los discípulos que no dijesen a nadie que él era el Mesías." La humanidad entera esperando esta noticia, y Jesús tratando de acallarla; buscando el modo auténtico de que sea la buena y verdadera noticia; de que sea como el susurro de vida y amor soñado por los oídos del hombre, y manifestado ahora al corazón de una humanidad materialmente desesperanzada y hundida en sus poderíos y zozobras. Jesús no quiere, que esa noticia trascendente, pueda llegar a ser marketing, ni publicidad engañosa, ni comunicación inconsciente y fogosa, ni manipulación y confusión de la confidencia divina, ni un camelo fácil, ni mercadeo sin alma, ni parte de alguno de los juegos de la competencia, ni imposición de una parte, ni mareo para las gentes sencillas, ni palabreo charlatán de vendedores populistas, ni frivolidad de gentes utilitaristas que cambian el sentido sagrado y trascendente de la santa noticia. Es Jesús quien la trae, llega con Él. Y de ahí nace el secreto mesiánico. Y con él los avisos de prevenciones a tener en cuenta por parte de Jesús. No hablar por hablar. No vender. No manipular. Está en juego la salvación y la reconciliación del hombre. Se ha esperado mucho tiempo para que algunos desalmados y presuntuosos lo tiren todo por la borda.
Pablo apostilla: “¡Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables sus caminos!”. No podemos manejar a Jesús a nuestro gusto. Hemos de ser escrupulosos al máximo para que no salga de nuestra boca una palabra sobre Dios o sobre Cristo que no sea auténtica y enmarcada en la más pura tradición del Evangelio y de la madre Iglesia. La trascendencia de Dios no es un juego para que lo manejemos a nuestro antojo ideológico, superfluo, educacional, raquítico, irracional, violento o pecador. No es eso, hermanos. No es eso. Jesús lo sabe, y por eso no quiere publicidades que no sean auténticas o que sean fruto de elementos orgullosos, empoderados y fanáticos, de fundamentalistas de uno u otro sino.
Salmo 137: "Cuando te invoqué, me escuchaste, acreciste el valor en mi alma. El Señor es sublime, se fija en el humilde y de lejos conoce al soberbio." Es hora de pararse de nuevo ante Jesús. Es hora de silenciar nuestras palabras gruesas o groseras. Este es un tiempo propicio para silencio, para la escucha, para prestar atención y estar despiertos, para no tener prisas, para conocerle amándole, sabiéndonos unos humildes discípulos. Es hora de orar, de invocar, de escuchar, y de dejar que nos crezca el valor para poder hacer de nuestra vida una entrega pacífica, serena y total, sin protagonismo alguno, aceptando ser los últimos y los servidores de todos, como Él.
Antonio García Rubio.
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