Una sociedad y una Iglesia sostenibles, con un profundo sentido espiritual, sólo serán posibles, si se produce en nosotros un cambio significativo. Primero, a través de un modo austero de vivir; segundo por el tratamiento que hagamos de la ecología, es decir, por la práctica de un respeto escrupuloso con el planeta amenazado; y tercero por la significación y la veracidad de la práctica de una ética solidaria y evangélica. El Papa Francisco es un pionero en la apertura de estas puertas.
Dice Marcos 12 que: "Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en la plaza, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes..." Y hemos de decir nosotros, que sobran ropajes ostentosos y caros, banquetes suntuosos y adinerados, estrados y sitiales dorados y gigantes, primeros puestos y alfombras persas, convenciones y fiestas elitistas. Sobra el lujo, el dispendio, y toda imagen que sugiera poderío. Y, si sobran las manifestaciones despilfarro y malversación, es aún más necesario el cambio de los corazones en Cristo Jesús; pues según dice Hebreos 9: "Cristo se ha ofrecido una sola vez para quitar los pecados de todos."
El mismo Dios, que quiere que nadie se pierda, y da sobradas oportunidades, pide también el cambio de las leyes que permiten el deterioro progresivo de la naturaleza, con efectos irremediables, a no muy largo plazo, tanto para las especies y los seres vivos como para la misma humanidad. Es, sobre todo, el enriquecimiento desmedido de unos pocos, lo que provoca en muchos la hambruna que les esclaviza, y la pobreza que les impide su realización como hijos amados de Dios y que les imposibilita desarrollar todo su potencial humano de vida y de amor.
Pero, Dios no ha cejado de mandar profetas que le recuerden al hombre su necesidad de vivir, de transitar por los caminos del bien, sirviendo a la vida común, y poniendo de manifiesto la fidelidad de Dios con su pueblo. Él no abandona a nadie nunca, está permanentemente empeñado en nuestra liberación, y ha creado un mundo capaz de alimentar a todos, siempre que la ambición no ciegue a los poderosos. Así nos lo aclara el Salmo 145: "Él mantiene su fidelidad perpetuamente, hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos. El Señor liberta a los cautivos."
¿Cuál es el corazón, la centralidad y la sensibilidad de ese Padre Dios, misterioso y oculto para sus hijos? ¿Cómo cuida Él la obra de sus manos? ¿En qué Dios cree cada uno de nosotros? ¿Qué modo de vida pide a las gentes de fe el hecho de creer y confiar en Él? Esta hermosura nos sugiere hoy 1 Reyes 17: "Porque así dice el Señor, Dios de Israel: 'La orza de harina no se vaciará, la alcuza de aceite no se agotará, hasta el día en que el Señor envíe la lluvia sobre la tierra.' Ella se fue, hizo lo que le había dicho Elías, y comieron él, ella y su hijo. Ni la orza de harina se vació, ni la alcuza de aceite se agotó, como lo había dicho el Señor por medio de Elías."
Esta preciosa joya que acabamos de leer en la Escritura, de la vida del profeta Elías, nos asoma al modo de ser del corazón de Dios para con los pequeños, los desprotegidos, los enfermos, los oprimidos y los desnortados, que deambulamos por caminos de muerte. El corazón de Dios es un corazón que mira, y decide actuar. Quizá podamos nosotros también mostrar la acción secreta de Dios en nuestra vida; el hilo que nos revela su mirada, la mirada Trinitaria, ante nuestro desvalimiento.
En el evangelio de este domingo encontramos la mirada de Jesús; una mirada que desvela la del Padre: "Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero ésta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir." Qué distinta es esa mirada de la de los hombres. No se parecen en nada. A nosotros nos gustan el espectáculo deslumbrante y los toques y las formas del poder. A Dios, por el contrario, le encantan las personas que no dicen nada a nadie, los invisibles, los limpios de corazón, los que no tienen buena pinta por su abandono, los inocentes, los que se dan y dan lo que tienen para vivir, aunque se queden sin nada, los que trabajan por la paz, los austeros, los que cuidan de la naturaleza y de los seres vivos, y, sobre todo, aquellos hombres y mujeres que, arriesgando su vida, atienden y defienden a sus semejantes, especialmente a los más indefensos. Para ellos es esa mirada penetrante, la del corazón de Dios. Y para ellos es su bendición, su bienaventuranza, su amor incondicional, su salvación, su perdón, su gratuidad y todo bien.
Volved a leer: “Sabiduría de un pobre”, de Éloi Lecrec.
Antonio García Rubio
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