Juan 2: "Su madre dijo a los sirvientes: Haced lo que él diga." Miremos a esta mujer, y miremos a la mujer. A lo largo de los últimos 50 años, los bautizados reconocemos una verdad evidente: la mayoría de los discípulos del Señor con los que nos hemos encontrado en la vida pastoral y familiar de la Iglesia han sido mujeres. La Escritura dice que la cosa empezó en Galilea, y con un sí incondicional de dos mujeres: María e Isabel, las madres de Jesús y de Juan.
El fundamento de la fe es la obediencia radical del hombre a las propuestas misteriosas de Dios. Esa actitud obediente nace de una escucha incondicional, serena y alegre, consciente y confiada, responsable y adulta. Pero, sólo el niño que llevamos dentro es capaz de escuchar a Dios. El creyente obediente es un niño adulto, silencioso y apasionado, un entusiasta hijo de Dios que crece en la dirección de su amor, y en pelea directa con sus contrarios: el poder, el tener y el mero placer. Y en esa obediencia incondicional, sin manipulaciones, las dos mujeres fueron pioneras. Y con ellas otras Marías pioneras al pie de la cruz y testigos de la resurrección.
Mujeres. El mundo de los hombres, investidos en la historia por el poder, el tener y el placer, en pelea con la fe en Cristo y su Evangelio, acabó, en muchas ocasiones, por recluir en el silencio y el servicio a las mujeres pioneras en las tareas del Evangelio. Y sin saber la trascendencia histórica de su acción, situaron a la mujer en lo que en verdad es, en el lugar de la oración, la comunicación, el susurro, la entrega, la ternura, el crecimiento espiritual, la audacia, la valentía de la fe. Y ahí están. Aquí están.
Mujeres que, sin protagonismo estirado o estéril, sin abuso de poder ni manipulación, han estado siempre, desde la discreción y el servicio a los más pobres y desvalidos, cumpliendo el santo Evangelio, cuidando y sanando a los enfermos, educando a los niños, velando por la comunidad creyente y constituyéndola desde abajo. Hemos visto a cientos de mujeres trabajando por la Iglesia, cuidando los templos, dando catequesis, manteniendo el voluntariado social, llenando las iglesias, educando la fe de sus hijos y adolescentes, alimentando las comunidades cristianas de sentido, de dignidad y de futuro.
Mujeres que, viviendo su sólo bautismo, han llenado de fidelidad al Cuerpo de Cristo, presente y visible en la eucaristía y en los pobres. Ellas, con su amor activo y callado por Jesús y su Iglesia, la hicieron florecer de vocaciones y hermosura. Ellas han llenado y mantenido la gran diversidad de la que hoy vive sana y santamente la Iglesia. 1 Corintios 12: " Hay diversidad de dones, de servicios, de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común."
Vivimos un momento de gran intensidad en el mundo, el planeta, la humanidad y la Iglesia. Dicen que si la tierra deja morir a las abejas, la vida también morirá con ellas. La Iglesia, Cuerpo vivo y resucitado de Cristo, Cuerpo místico y sufriente de bautizados, nació y creció con el cuidado, los mimos, la voluntad férrea, el sacrificio solidario y la oración de María y de muchas mujeres. Si la Iglesia pierde a las mujeres... ¿Las pierde? Confiemos en que no. La mujer es central en la vida de la sociedad. Su centralidad aparece en María: Juan 2: "Faltó el vino y la madre de Jesús le dijo: No les queda vino. Jesús le contestó: Mujer, déjame, todavía no ha llegado mi hora."
Las grandes mujeres de nuestra historia: María, Magdalena, las mártires cristianas, las Teresas y nuestras madres, teólogas y catequistas, las dedicadas a los últimos, misioneras y políticas honestas, economistas y poetas, pintoras y educadoras, las médicos y costureras, las que friegan escaleras, las jóvenes idealistas, paradas, auxiliares, universitarias. Despertemos. Las mujeres, conectadas con la vida y sus fundamentos, están a la espera de una nueva llamada. Mujeres despiertas, atentas, dispuestas a ocupar cualquier puesto y a correr cualquier riesgo por amor a Cristo y a la humanidad. Mujeres con belleza, dignidad, esfuerzo, grandeza de alma, futuro, ingenio, esperanza. Despertemos. Hagamos lo imposible para devolver la credibilidad de la Iglesia a las mujeres.
Dice Isaías 62, y lo referimos a la Iglesia: "Ya no te llamarán 'Abandonada', ni a tu tierra 'Devastada', y tu tierra tendrá marido." La Iglesia no será abandonada ni devastada, y tiene marido. Cristo, el esposo, vino a quedarse y dejó su Espíritu a la Iglesia, con la que mantiene una alianza eterna. Oremos y miremos la Iglesia con las imágenes de Isaías. Soñemos con lo nuevo y eterno de la igualdad y corresponsabilidad de nuestra condición de bautizados, humildes y generosos con el presente. Hagamos avanzar la historia y el Reino con la alegría del reencuentro. "Como un joven se casa con su novia, así te desposa el que te construyó; la alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo."
Es tiempo de profunda y alegre renovación. Mujeres y hombres, en plena comunión y corresponsabilidad, escuchando la llamada a restaurar la Iglesia. Como la escuchó San Francisco de Asís de los labios de Cristo, en San Damiano. Mujeres y hombres unidos y en plena actividad bautismal para devolver a la Iglesia la belleza de la unión con Cristo y con los hermanos y compañeros peregrinos de este tiempo y cultura. Sólo así, con la mujer y el hombre impregnando la vida y las estructuras de la Iglesia, podrá ésta cumplir su Misión.
Antonio García Rubio.
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