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viernes, 17 de enero de 2020

II DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Cuánta belleza y responsabilidad se esconden tras la llamada al seguimiento, que recibimos del Señor, y tras las etapas siguientes de formación, desvelamiento y asentamiento de esa llamada en nuestro interior. Este itinerario, estas etapas progresivas de la vida personal y comunitaria, se va fraguando en el ser, de la mano de la Palabra, la Eucaristía y el desgaste de amor y servicio que provoca el dolor de la vida cotidiana. Situados en el ser de Dios y en medio del mundo, los cristianos nos descubrimos inmersos y partícipes en un proceso de vida espiritual que nos da la forma, nos  conforma con Cristo Jesús.

Isaías 49: "Tú eres mi siervo, de quien estoy orgulloso. Y ahora habla el Señor, que desde el vientre me formó siervo suyo, para que le trajese a Jacob, para que le reuniese a Israel -tanto me honró el Señor, y mi Dios fue mi fuerza-." El creyente vive de modo emocionado este crecimiento sin medida de su corazón, que acaba sabiéndose y experimentándose unido al gran Corazón, al misterio del Cuerpo Místico de Cristo, al Pueblo de Dios. Es este un misterio de comunión trinitaria, del nos vamos haciendo partícipes y parte. Somos siervos inútiles, pero increíblemente elegidos desde el vientre de nuestras madres.

Creyentes amados a quienes Dios habla, con los que Dios se comunica con la naturalidad del amor. Y eso es un patrimonio común, abierto por Jesús a toda la humanidad. No es cuestión de que los creyentes, que se dejan ganar por Jesús, estudien en las mejores universidades y seminarios de la Iglesia. Eso puede ser, en no pocas ocasiones, un hándicap serio para el desarrollo y el crecimiento espiritual, pues desata al enemigo escondido que potencia el ego y el narcisismo de un saber mental y artificial. Los humildes, aunque sean iletrados, pueden saber más del Dios amante y cuidador del hombre, que los fríos y racionalistas teólogos y sabios. La fuerza de Dios se realiza en la debilidad. Hemos de constatar y creer este postulado evangélico.

No tengas miedo de abrir tu corazón ante Dios. Él tiene ojos para los humildes y crea buen empaste amoroso y lúcido con ellos. Lo que no sirve para la vida y para ser comprendido por los sencillos, no sirve para el Reino. Del mismo modo que Dios no tiene ojos para los sabios y entendidos aparentes, para esos lobos disfrazados con piel de cordero y de cordura, que defienden ortodoxias frías que ahogan al pueblo. Has de cuidar de despojarte de las máscaras de comunión, que denunciaba el Papa Juan Pablo II, y alejarte de la búsqueda soterrada del poder, que pretende controlar incluso al santo Evangelio y a la santa madre Iglesia. Blancos y negros, laicos brillantes o clérigos con poder corren el riesgo de protagonizar la historia, poner graves zancadillas a la fe, y creerse salvadores aplaudidos por gentes dudosas. Sólo los humildes huelen y aprecian a los buenos pastores como Cristo Jesús.

Salmo 39: "Dios mío, lo quiero, y llevo tu ley en las entrañas. He proclamado tu salvación ante la gran asamblea; no he cerrado los labios: Señor, tú lo sabes." Como bautizado e insertado en Cristo, conoces y sabes en lo secreto, que llevas el don de Dios en tu corazón, que eres, por la unción bautismal, templo vivo del Espíritu Santo. Por eso proclamas la Palabra día y noche, con insistencia, con fervor y valentía. Mantén los ojos abiertos de par en par para descubrir lo que no es, lo que no forma parte de la verdad, y lo que son consignas de sepulcros blanqueados. No cierres tus labios. Sé profeta de Dios, sé valiente. Ten ánimo. Confía en el Señor.

1 Corintios 1: "Escribimos a los consagrados por Cristo Jesús, a los santos que él llamó y a todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de Jesucristo, Señor de ellos y nuestro. La gracia y la paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo sean con vosotros." Es alentador observar y comprender como San Pablo, sin excepción alguna, escribe a todos los bautizados y consagrados por la unción bautismal, por el agua y el Espíritu. Y, nos llama santos. Pero, tú y yo, al mirarnos en nuestro espejo, nos vemos un tanto borrosos, egoístas, pecadores, y no acabamos de entender por qué nos llama santos. Y, sin embargo, eres santo, pero lo eres por Él, el verdadero santo; lo eres por la llamada y encaje de la santidad, que Él hace cada día en tu vida; lo eres porque la santidad y tú mismo es obra suya, obra de sus manos, de su amor. Y es Él el que te convierte en portador de la paz para todos y en desparramador de su gracia.

Juan 1: "Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Éste es aquel de quien yo dije: ‘Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo’. Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua, para que sea manifestado a Israel." Lávate tú, y lavémonos todos, con el agua pura de la justicia, de la equidad, de la humildad, del discernimiento, de la sabiduría del corazón, de la sensibilidad para acoger y comprender a los diferentes, de la misericordia que se transforma en obras liberadoras en favor de los pobres y los oprimidos. Jesús es el único Maestro, que vive en tus entrañas, el que te amanece cada día en la conciencia para habitarte de gracia y de luz. Jesús también es el Camino, el itinerario, la peregrinación, el desenvolvimiento. Sólo por El caminas con paz y sabiduría verdaderas. Y también es el contenido del proceso formativo, de la conformación con Él, porque Él es la Verdad y la Vida misma. Y sólo a Él has de seguir. Jesús lo es todo en este tiempo de pérdida de referentes. Y no has de dejar de mirarle, escucharle, asombrarte, imitarle y seguirle. ¡Jesús!

Antonio García Rubio.

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