Comienzo con esta cita preciosa de 1 Tesalonicenses 29: "Os tratamos con delicadeza, como una madre cuida de sus hijos. Os teníamos tanto cariño que deseábamos entregaros no sólo el Evangelio de Dios, sino hasta nuestras propias personas." En ella se aprende, que secreto de la vida de la Iglesia está en la entrega amorosa de la propia persona. Y eso supone un trabajo de fe y un cambio progresivo en el modo de ser y comportarse como cristianos e Iglesia, en un mundo donde el Espíritu habla de mil modos diferentes. Será un cambio disciplinado y carismático que escuchará con calma al Espíritu que habla en el pueblo de Dios y en las fuentes, en la Palabra. En ella hoy se nos habla de un modo de vivir maternal, que nace en las entrañas del ser. De él hemos de imbuirnos y a él hemos de abrazarnos.
Algunos no se enteran de la aguda crisis del mundo, y también de la Institución eclesial. Y eso nos recuerda la necesidad de abandonar modos fríos y arrogantes, impropios de los discípulos humildes y sencillos de Jesús, de presentarnos en la sociedad. No olvidemos ninguno la llamada de Jesús a actuar en un mundo roto y herido con la sensibilidad de las madres que cuidan y aman con pasión a sus hijos. En este tiempo, nuestra presentación en la sociedad laica, como discípulos del Evangelio, ha de ser maternal. Y esta se manifiesta mediante la acogida, el abrazo, el beso, la escucha incondicional, la mirada tierna, la atención, el silencio, la palabra susurrante, el canto, el buen humor, la amabilidad, la solicitud, el servicio concreto, la sanación, la humildad... Así entregaremos a los hermanos no sólo el Evangelio, que es con mucho lo mejor, sino también nuestras propias y enteras personas. Estamos invitados a entregarnos con amorosa, pacífica y exquisita sensibilidad. Este es el inicio de una sana evangelización.
La humildad de los niños acogidos en los brazos amorosos de sus padres nos da la pista. Ellos andan lejos de ambiciones, grandezas estériles o altanerías. El salmo 130 dice: "Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad. Sino que acallo y modero mis deseos, como un niño en brazos de su madre." Este versículo nos da idea de por dónde ha de ir nuestro cambio. Pero, es necesario que nos demos cuenta. ¿Estaríamos dispuestos a salir de nosotros mismos, de nuestros prejuicios y nuestros pequeños círculos? ¿A abandonar manías o costumbres ancestrales, que ya nada dicen ni a los jóvenes ni a la sociedad actual?
En una sociedad que es exponente de tanta y tan rica diversidad, cuyas transformaciones tecnológicas están tocando al hombre en lo profundo, no echemos a perder el don de Dios, por empecinarnos en mantener vidas estériles, anacrónicas, individualistas, o encerradas en jaulas de grillos como los ordenadores, los prejuicios o las manías. Porque mientras nosotros nos debatimos, nuestros barrios no acaban de ver a sus cristianos. Los ven pasar preocupados o ensimismados. Y muchos jóvenes ya no conocen lo que es el corazón entregado de los catequistas o los curas. ¿Dónde están los "san Juan Bosco, san Felipe Neri, o san José de Calasanz actuales? Esos curas entusiastas y entregados en cuerpo y alma al servicio de los jóvenes y los niños. No nos pertrechemos en los coches, los ordenadores, los móviles de última generación; no privemos a los barrios de madres, padres y de amor entrañable.
El mundo nos necesita. A veces no quiere lo que pretendemos darle, pero nos sigue queriendo, como siempre, a nosotros con una entrega total y auténtica. Quieren vernos sudar con ellos, correr con ellos, comer con ellos, estudiar y trabajar con ellos. La Iglesia y el pueblo necesitan cristianos y curas entregados hasta el agotamiento; servidores que se olviden de sí y estén al lado de los enfermos, de los padres que sufren por las heridas de sus hijos, y que comparten las lágrimas de los parados. No querrán maestros, ni padres que manden o juzguen, ni consejeros de bla, bla, bla. Pero nos quieren entregados: que vivamos con ellos, lloremos con ellos, suframos con ellos.
Mateo 23: ‘Vosotros, no os dejéis llamar maestro, sois hermanos. No llaméis padre vuestro a nadie, uno solo es vuestro Padre. No os dejéis llamar consejeros, solo Cristo. El primero será vuestro servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.'
Para no ser sal mojada que no sirve, abandonemos los caminos solitarios y salgamos de nuevo a la vida de nuestros barrios, a sus calles. Salgamos a buscar las ovejas perdidas o descarriadas, a mostrar un amor inconmensurable a los abandonadas, a escuchar, a dejarnos confrontar, a compartir la vida con los que buscan, a estar al lado de los humildes, a servir y a entregarnos de verdad. De lo contrario, no daremos vida al Evangelio, ni mostraremos el amor incondicional y apasionado de Dios por sus hijos.
Malaquias 1- 2: "Pues yo os haré despreciables y viles ante el pueblo, por no haber guardado mis caminos.” Alejémonos de la dureza del profeta. Aún estamos a tiempo. Aún somos muchos los tocados y amados. Reacciona, hermano. Sal de ti mismo. Este es el tiempo de la conversión y de mantenerte en salida. Sé valiente. Y como tantos santos a lo largo de la historia, arriesga. Tírate a la calle. Ponte a amar como Cristo, hasta que te llamen loco, como a Él. Entrégate a su tarea, a su Reino, a su Evangelio, a tus hermanos. Aunque no te lo demuestren, o te desprecien, te están esperando. Si arriesgas descubrirás que el mundo está lleno de hermanos que esperan el consuelo y la salvación de Dios.
Antonio García Rubio. Vicario parroquial de San Blas. Madrid.