Los profetas siempre son despreciados, insultados, criticados con saña y violentados, incluso castigados con la muerte. Cuando el posible profeta está de acuerdo con nuestros criterios, le aplaudimos y vituperamos. Si no es así, podemos maldecirle, hundirle y desprestigiarle. Tenemos sobrados ejemplos en el interior de la iglesia, como el mártir Romero o el mismísimo Papa Francisco. Es impresionante el poder de Dios que desvelan los profetas. No están al albur de lo que opine la gente acomodada que se inquieta en sus placenteros sillones.
Los profetas, como Jesús o como Ezequiel, que hoy nos hablan en la liturgia, se dirigen a un pueblo rebelde. Y lo hacen sin temor. Saben que los gestos y las palabras que salen de sus personas son expresión pura de lo que Dios les provoca como fuego ardiente en su interior.
Jesús, como les pasa a tantos profetas, tampoco es comprendido por los suyos: Marcos 6. “‘¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es ésa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es éste el carpintero...? Y esto les resultaba escandaloso. Jesús les decía: 'No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa."
Pero, "en dónde están los profetas que en otro tiempo nos dieron las esperanzas y fuerzas para andar?", que preguntaba una canción de Ricardo Cantalapiedra en el postconcilio. No parece que vivamos un tiempo propicio para la eclosión del profetismo. Aunque quizá estamos en el tiempo maravilloso en el que un Papa de la Iglesia Católica, Francisco, se ha tornado un icono del necesario profetismo de la Iglesia en esta nueva era naciente. Él es un profeta al estilo de los primeros apóstoles. Qué don tan inmenso y qué regalo para la Iglesia y para el mundo es el Papa en este tiempo desértico para las vocaciones proféticas. Demos gracias a Dios. Y, escuchemos. Dejemos que las palabras de Francisco, que vienen de la Fuente Trinitaria y de la mirada al hombre sufriente, nos toquen el alma, nos conmuevan y nos empujen a salir del ostracismo y la sinrazón.
Acabamos de celebrar el día del Papa. Él, en todo momento, nos pide oración y cambio para el corazón. Que no se diga de la Iglesia y de nuestras comunidades cristianas, como se dice de los hijos testarudos y obstinados en Ezequiel 2: "Te hagan caso o no te hagan caso, pues son un pueblo rebelde, sabrán que hubo un profeta en medio de ellos." Vive con la lucidez, la bondad, la entrega, la autenticidad y la misericordia que trasmite el Papa Francisco.
Hay demasiada gente rota y sufriente que pide y espera humildes profetas, como tú, que les ayuden a cambiar el rumbo sufriente de sus vidas y sus ambientes maldecidos. Lo piden personas que están, como dice el Salmo 122: "Saciados de desprecios; del sarcasmo de los satisfechos, del desprecio de los orgullosos." Y que esperan nuestro profetismo en los barrios y los hogares, en los bares y las fábricas, en las universidades y los conventos. Esperan que la Iglesia toda se ponga las pilas y se torne también ella profética, como el Papa.
La Iglesia, como no puede ser de otro modo con tantos hijos, tiene un grave aguijón metido en sus carnes. Pero, que no te deje sin fe, sin esperanza, sin fortaleza o sin profetismo. Esta es la hora de los laicos, de la recuperación de la palabra y el testimonio de los bautizados. En vosotros, en ellos, en ti está la esperanza y la recuperación de esta Iglesia herida y fragmentada. 2 Corintios 12: "Hermanos: Para que no tenga soberbia, me han metido una espina en la carne... 'Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad.' Por eso, vivo contento en medio de mis debilidades, de los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque, cuando soy débil, entonces soy fuerte."
Hay miles de profetas anónimos, desconocidos, que mantienen viva la fe y la esperanza en el mundo. ¿Eres tú uno de ellos? Que ningún cristiano mantenga esa absurda soberbia de la que habla san Pablo. Especialmente hemos de desterrarla de la vida de ciertos grupos organizados y de algunos eclesiásticos. Hoy, como siempre, nos basta a todos y cada uno con su gracia. En la debilidad de la cruz se manifestó la fortaleza de Dios. En la debilidad del tiempo presente, no la temamos, está también viva y presente la gracia de Dios. Dispuesta para padres y trabajadoras, para inmigrantes, monjas y curas, para fontaneros y abogados, para médicos y poetas, para artistas y camareros, para catequistas y profesoras. En todos, la gracia. Para todos, el don.
En la debilidad, la enfermedad, el fracaso, la decepción, la locura, el silencio orante, en nuestras pobres y minoritarias celebraciones, te encontrarás el don de Dios, su fuerza y también ese nuevo profetismo, como el de Cristo, que está renaciendo entre los pequeños, como el que ejercen valiente y admirablemente, con la sola gracia de Dios, el arzobispo de las fronteras y los mares, Santiago Agrelo o el Papa Francisco, entre otros.
Antonio García Rubio.
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