Cada mañana, cuando se acerca la hora de salir de la cama, se le acercaban todos los demonios de la mente a pasearse ufanos ante su conciencia, colocada como en estado de salida de una amnesia. Su impotencia se agrandaba, al constatar lo lejos que andaba de la luz, y lo cercado que estaba por sus heridas y miedos, sus apegos y condicionamientos socioculturales, su memoria selectiva o su complejo de culpa. Se veía a sí mismo como un pobre hombre, destrozado, manejado e incapaz de salir de la cueva asfixiante en la que, a esa hora de la mañana, reiteradamente, se encontraba cada día. Era uno de los pocos momentos del día en los que era incapaz de salir de sí; era su momento de bajada a los infiernos del dolor del mundo, manifestado en sí mismo. No lo comprendía y lo sufría en una especie de insana burbuja rodeada de una profunda soledad, y flanqueada por muros o cristales impenetrables.
¿Cuántos seres humanos no se viven hoy a sí mismos, como huérfanos, desprotegidos o abandonados? ¿Cuántos no viven, aún peor, un infierno, las 24 horas de cada día? Mujeres maltratadas, sumidas en el miedo a los violentos, víctimas de trata y prostitución. Parados sin perspectivas de futuro. Criaturas atemorizadas por redes de extorsión, con miedo a hablar. Ancianos temblorosos ante la fragilidad extrema, que les excluye y abandona en manos de la desolación. Andamos inmersos en la pandemia, que nos encierra en el miedo y provoca la aparición de nuevas y viejas heridas. Tanto dolor nos influye, que nos hace bajar a infiernos no comprendidos.
Y, como cristianos, que se miran con sinceridad de corazón, reconocemos nuestro estado, e intentamos salir de este laberinto con la ayuda de la fe, de los hermanos y del Señor..
Pensemos primero, en los que ante las dificultades, y haciendo fuerza de flaqueza, desarrollan actitudes valientes, maternales, serviciales y luminosas, y se entregan a los otros, buscando modos de ayudar a sobrevivir a otros. Tiene su lógica que todos, creyentes y no creyentes, en este ambiente general de abandono, y en el silencio de nuestros corazones, respiremos, nos serenemos, nos cuestionemos ante las pruebas de la vida, y valoremos las contradicciones en las que nos movemos: del aplauso al drama, de la impotencia a la esperanza, o de la alegría a la agonía de la existencia.
Una agonía, quizá unaminiana, y que se manifiesta como lucha interior, al intentar encontrar sentido al dolor, que está en el texto del evangelio de hoy, Juan 14: "El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce". La agonía se recrudece si nos reducimos sólo a nuestro dolor y nos mostramos incapaces de recibir, ver y escuchar en él al Señor. Entremos en la agonía cristiana, abordada en el prólogo de Juan. La de creer o no creer, tanto en la fe de la Iglesia, como en el mismo Jesús. La de despertar cada mañana sin referencias ni a la fe ni a la luz, que vienen de la Palabra. La pelea de vernos en unos infiernos impuestos a todos por un sistema sin alma, y brutal para los pobres. El infierno de vernos encerrados en nosotros mismos, de toparnos con tantos muros y vernos incapaces de apelar siquiera a la luz de la fe.
Los cristianos, según Juan, "estamos en el mundo, pero no somos del mundo". ¿Qué nos está sucediendo ahora, cuando experimentamos una orfandad común a toda la familia humana? La Palabra nos dice: "Vosotros, en cambio, lo conocéis, porque vive con vosotros y está con vosotros." Si le conocemos es porque vive con nosotros. Y, si vive con nosotros, está con nosotros. Esa es la experiencia de la fe. Entonces, ¿cómo hay cristianos que nos sentimos solos, huérfanos o abandonados? ¿Será que mi fe no es acorde con Jesús? ¿Vivo una fe no trabajada en lo profundo o excesivamente externa e ideologizada? ¿He cultivado la espiritualidad de la fe que pide Jesús? A veces, somos tercos, partidistas, encerrados en ideas, orgullosos y egoístas. No buscamos con humildad y silencio en nuestro interior. Y carecemos de una ética comprometida con los pobres.
El reto hoy está en ser un discípulo sano y buscador de la verdad que nos hace libres. Envuélvete, en la oración, en el Espíritu Santo, y reposa a su sombra. Vuelve a escuchar su llamada en la humildad de tu vida interior, y siéntete ligado a tu comunidad. Así vivirás y comprenderás sus palabras: "No os dejaré huérfanos, volveré. Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros me veréis y viviréis, porque yo sigo viviendo". Medita estas palabras. Te descansarán el alma. Te devolverán a la amistad con Jesús. Te sentirás arropado por su compañía y amado por Él. Y, no te sentirás ni huérfano ni perdido, aunque lo estés.
Hechos 8: "El gentío escuchaba con aprobación lo que decía Felipe, porque habían oído hablar de los signos que hacía, y los estaban viendo: de muchos poseídos salían los espíritus inmundos lanzando gritos, y muchos, paralíticos y lisiados se curaban". Al despertar, en un respiro del trabajo o al terminar el día, siéntate, respira, mírate sin miedo, mira tu infierno con detenimiento, sin juicios. Y después, mira a Felipe que realiza las maravillas de Dios. Invoca tú al Espíritu de Jesús. Siente su sanación y su fortaleza. Y verás huir tus demonios. Tú sólo no puedes salir de tu infierno, del infierno creado. Pero con Él lo puedes todo. Realiza, pues, sus obras. Salmo 64: " Venid a ver las obras de Dios". Que las vean, compartan y comprendan tus compañeros de camino, atascados también, posiblemente, en sus infiernos.
Realízate sirviendo. Ayuda en voluntariados, en la reapertura de tu parroquia, asociación o barrio. Haz obras de amor y bien en nombre del Señor. 1 Pedro 3: "Glorificad a Cristo con mansedumbre, respeto y en buena conciencia… que mejor es padecer haciendo el bien, que padecer haciendo el mal". Tu padecer por hacer el bien, colabora en el proyecto del amor de Dios por el mundo. Sólo el amor pasará a la última fase. El mal, tu infierno, no tendrá, ni tiene, consistencia. Él bajó a nuestros infiernos. Se eliminarán con tu humildad y con tu mirada compasiva. Cada día con fe, y al final de la vida, sólo queda y permanece el amor.